"Valijas" de Iván
Espinoza Riesco, es un relato que se sumerge en la obsesión del narrador por
las maletas y su conexión con las experiencias humanas. A través de la
narrativa, se exploran las reflexiones del protagonista sobre la tristeza asociada
a las valijas, especialmente cuando son llevados por viajeros solitarios.
El relato comienza con una cita
de Adele - "Cuando la lluvia sopla en tu rostro / y todo el mundo está en
tu contra..." que establece un tono melancólico, sirviendo como antesala a
la exploración de las valijas como símbolos de pérdida y cambio. La fijación
del narrador por las maletas se desarrolla a medida que comparte recuerdos y
experiencias personales, destacando la importancia de las valijas que han
marcado su vida y la de otros.
La anécdota del hombre que pierde
el tren en su infancia se convierte en un punto de partida para reflexionar
sobre las historias detrás de los viajeros solitarios. La conexión del autor
con la melancolía se intensifica a medida que imagina las posibles vidas de
aquel hombre desafortunado, proyectando en él diversas situaciones dolorosas y
pérdidas.
La narrativa se torna más íntima
al revelar los propios viajes sin retorno del narrador, marcados por decisiones
difíciles y pérdidas significativas. Aquí, las valijas se convierten en
testigos silenciosos de momentos cruciales en la vida del protagonista,
revelando su dolor y nostalgia.
El relato da un giro al presentar
la historia de la valija del profesor Ahumada, que simboliza la angustia y la
esperanza durante un período políticamente tenso en Chile. La preparación de la
maleta como medida de precaución ante la posible detención del profesor añade
un elemento de suspenso y drama a la historia.
La narrativa logra transmitir la
tensión y el miedo que experimenta la familia Ahumada mientras espera la
llegada de los militares. La valija se convierte en un símbolo de resistencia,
unidad familiar y esperanza frente a la represión política. La historia culmina
con un alivio emotivo cuando el profesor no es detenido, transformando la
valija de un símbolo de temor en un recordatorio de la fortaleza familiar.
En términos generales,
"Valijas" es un relato que utiliza las maletas como metáfora para
explorar la melancolía, las pérdidas y los momentos cruciales en la vida de los
personajes. La combinación de anécdotas personales y la historia del profesor
Ahumada crea una narrativa rica y conmovedora que invita a reflexionar sobre
las historias que llevamos con nosotros en nuestras propias "valijas"
de la vida.
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When
the rain es bloowing in your face
And
the whole world is on your case…
ADELE
Tengo una fijación por las
maletas.
Por
las mías o las ajenas que recuerdo con especial afecto, o con especial dolor; o
por las que han marcado mi vida o las de otros de alguna manera. No por
cualquier maleta de pacotilla o mochila mugrosa. Hablo de las valijas que se
han quedado guardadas para siempre en la custodia de mis recuerdos.
Cuando
digo que tengo una fijación, no me refiero a que padezca una especie de
pulsión, manía u obsesión. No es para tanto.
Confieso
que siempre me han conmovido los bolsos o las maletas cuando hay un solo viajero
que las carga. Que aparezca de pronto una pareja feliz de vuelta de su viaje de
luna de miel con sus coloridas valijas, me importa un bledo, lo mismo al ver
una familia alborotada cargando su equipaje en plan de vacaciones, no me
produce ni frío ni calor, incluso los he llegado a odiar en mis épocas de mayor
soledad. Me conmueven los viajeros solitarios, oscuros, silenciosos. Pienso que
no puede haber nada más triste que un viajero solitario bajo la lluvia. Cuando
veo un viajero solitario, bajo el sol o la lluvia, se me vienen a la mente
muchas cosas amargas y dolorosas de mi propia vida. Es por eso que asocio las
valijas con la palabra melancolía.
Recuerdo
a ese hombre que una vez, cuando yo era un niño, vi correr por el andén de la
Estación Central de Santiago con una gran maleta en su mano derecha y aleteando
frenéticamente con la izquierda para llamar la atención del maquinista o del
inspector o de quien fuera, para que el tren, que recién iniciaba la marcha, se
detuviera por un segundo, para abordarlo. Cosa que no consiguió. El
desventurado se quedó jadeando al borde del andén y del colapso. Los trenes son
insensibles a la desesperación. Ese pasajero llegó con treinta segundos de
retraso a la estación y perdió el tren. Así de simple. “Pobre gallo”, dijo el
tío Noni que estaba sentado a mi lado. Nosotros esperábamos otro tren con
destino a Bulnes, ya que iniciábamos nuestras vacaciones, y por eso vimos esa
triste escena sin pestañear. Yo llevaba mi propia valija aventurera, que había
preparado mamá la noche antes; en su interior iban mis zapatillas, mis camisas
planchadas y dobladas, mis pantalones, calzoncillos y calcetines, mis útiles de
aseo, un par de novelas de John Steinbeck, que leía por entonces, unas pocas
calugas de leche y un montón de ilusiones.
Pensé
mucho tiempo en ese infeliz al que había dejado el tren, lo recreé con
distintas personalidades y facetas, lo vestí con diversos ropajes, barajé
algunas posibilidades sobre el destino que llevaba, y las circunstancias de su
viaje, sus motivaciones, deseos y pretensiones. Lo imaginé como un vendedor
viajero que iba a Chillán, cargando libros de cocina y enciclopedias. Lo
convertí en un amante esposo que volvía a Concepción, después de una larga
estadía en el extranjero, o en un padre cariñoso de Linares que le llevaba
regalos a sus hijos que no veía desde hacía dos meses, o en un hombre recién
divorciado que se marchaba lejos y para siempre, llevando en esa maleta sus
pocas posesiones, entre ellas las fotos de sus hijos, que había sacado a hurtadillas
del álbum familiar. Pensaba con tristeza en ese hombre solitario y
apesadumbrado que tendría que dormir en un hotel de mala muerte de los
alrededores de la estación para intentar tomar otro tren al día siguiente.
Me
pongo sentimental con las valijas y los viajeros solitarios, pero creo que más
que nada con las situaciones humanas que hay detrás de cada historia, con las
pérdidas, los quiebres, la culminación de algo importante o trascendente, con
el comienzo de una vida mejor, quizás, con la búsqueda de una oportunidad, un
sueño o un reencuentro, con ese largo viaje en el espacio y en el tiempo que se
emprende alguna vez, valija en mano, a lo desconocido, a lo azaroso, o a
enfrentar una situación terrible, desacostumbrada o desesperada, que puede desencadenar hasta en la muerte. Son
tantas las cosas que pienso al ver o recordar una valija entrañable. Pero me
quedo con varias pérdidas y un solo fin: la pérdida de un tren, la pérdida de
una infancia feliz, la pérdida de la inocencia, la pérdida de la paz, la
perdida de la libertad, la pérdida de un gran amor.
Las
valijas simbolizan o representan la idea de un viaje, de un viaje de ida y
regreso, la mayoría de las veces. Una valija tiene escrito en su etiqueta un
destino claro, si no se trata de un incierto peregrinar, pero siempre tiene la
posibilidad implícita de un retorno.
Excepto
para los exiliados, los proscritos, los prófugos o los migrantes.
Los
más tristes de los viajeros.
Dos
veces en mi vida cargué mis valijas, sabiendo bien que el viaje que emprendía
era sin retorno. El primero fue cuando me fui para siempre de la casa de mis
padres en busca de un destino que no quise, que me impusieron; tenía entonces
veinte años. El segundo viaje fue cuando abandoné para siempre el hogar que
había formado; tenía entonces cincuenta y cinco años, una esposa y tres hijos a
los que amaba y un destino oscuro y sin esperanzas. Pero no quiero hablar de
eso, es muy triste y me hace daño, así que no les enseñaré el equipaje de mis
afectos como si pasara frente al mesón de la aduana, ni mucho menos el doble
fondo de mi alma, donde llevo de contrabando un dolor que solo a mí me
pertenece y corresponde.
En
cambio, les hablaré de una valija triste que tuvo un final feliz.
Cuando
estuve casado con Mónica y vivíamos en Puerto Aguirre, al comienzo de nuestro
matrimonio que duró treinta años, me contó en una ocasión sobre la mítica
valija de su padre. Esa historia me estremeció y nunca la olvidé por su
realismo y fuerza dramática. Sucedió a fines del año 1973, después del pronunciamiento
militar. A los pocos días del golpe de estado que derrocó al presidente
Allende, comenzaron a llegar casi a diario a la isla grupos de militares del
regimiento de Coyhaique en distintas embarcaciones, y empezaron a detener a
todas aquellas personas que habían pertenecido a los partidos políticos que
conformaron la coalición de la Unidad Popular, principalmente comunistas,
socialistas, radicales, miembros del Mapu o la izquierda cristiana, y también a
algunos inocentes que eran delatados por sus vecinos por rencillas añejas o en
venganza por agravios recientes, aunque no tuvieran nada que ver con la
política. En el retén de carabineros los militares interrogaban a los detenidos
a punta de patadas, lumazos y golpes de corriente. Después de la tortura y las
vejaciones soltaban a unos cuantos, machucados y silenciosos, y a otro se los
llevaban encañonados, y con las manos sobre la nuca, en dirección al
embarcadero. Puerto Aguirre es una pequeña y bella isla del litoral de Aysén de
coloridas casas de madera y callejuelas angostas; en esos años no existían
vehículos motorizados que circularan por allí, hoy sí, por eso todo se hacía a
pie o en embarcaciones: lanchas, chalupas y botes. El retén de carabineros
estaba a menos de doscientos metros del atracadero de las embarcaciones
menores. A los prisioneros que se resistían a caminar o lo hacían con los pasos
lentos de los condenados, los soldados les propinaban golpes con las culatas de
sus fusiles para que apuraran el tranco. Mónica, que entonces tenía doce años,
vio con sus grandes ojos verdes, oculta tras las cortinas de su cuarto que daba
hacia la calle, a todos los que se llevaron. La mayoría eran humildes
pescadores, pero también iban en los grupos algunos profesores y otros
empleados públicos que habían sido dirigentes políticos o habían participado en
mítines o reuniones partidistas. El padre de Mónica, el profesor Ahumada,
pertenecía al partido radical, y era un reconocido adherente y defensor del
gobierno recién destituido. Cuando en la familia se enteraron de lo que estaba
sucediendo, los padres y los seis hijos pusieron el grito en el cielo, pero
luego sintieron un pánico atroz, porque supusieron que en cualquier momento
vendrían a buscar al profesor y se lo llevarían, así que quemaron toda la propaganda
política y los documentos comprometedores que pudieron encontrar, y luego
prepararon, en medio de llantos desconsolados, una valija con sus cosas:
pusieron en ella algunas prendas de vestir gruesas (“aunque ya viene el buen
tiempo, pero no sabemos en qué condiciones lo tendrán, o si las celdas son muy
frías y húmedas”, decían los hijos mayores en voz baja y con lágrimas en los
ojos), un par de zapatos de repuesto, ropa interior (“ponle un par de
calzoncillos largos también, y un mate, y un poco de yerba”, dijo la madre
entre sollozos), también agregaron sus útiles de aseo, algunas fotografías
familiares, y una cajita de madera con pinceles y tubos de óleo por si podía
pintar en la cárcel, en caso de sobrevivir a la tortura y a la muerte.
Dejaron
la valija del profesor preparada tras la puerta que daba hacia la calle, cosa
que pudiera cogerla al pasar y llevársela cuando vinieran a buscarlo. Sobre el
bolso dejaron una frazada enrollada y amarrada con una cuerda delgada. “Las
noches deben ser largas y frías en soledad” … Nadie pronunció esas palabras,
pero todos las debieron pensar.
Los
Ahumada veían a diario la valija preparada tras la puerta. Se transformó para
ellos en un símbolo de unidad y esperanza más que de horror. En un hito que
marcaba el límite entre la vida y la muerte. En una especie de santuario, gruta
o “animita” que los conectaba con un ser supremo, con un Dios en el que seguían
creyendo, aunque permitiera tantas atrocidades. Y todos clamaban para que no se
llevaran detenido al esposo y al padre por ser radical, por haber sido “enemigo
de la patria” (como se decía entonces), por hablar más de la cuenta a veces; y
rogaban, y hacían mandas y promesas para que ese bolso continuara siempre allí.
Vivieron
mucho tiempo con ese dolor y esa incertidumbre. Con ese terror, porque se
enteraban que en Puerto Aysén y en Coyhaique habían torturado cruelmente a
todos los detenidos, y que a más de alguno lo habían fusilado o hecho
desaparecer. Con esa angustia vivieron una eternidad. Y por eso, cada vez que
uno de ellos pasaba por ahí, que eran muchas veces en el día, miraba de reojo
el bolso tras la puerta, y le daban gracias a su manera a ese Dios que había
escuchado sus ruegos. Algunos se persignaban, otros cerraban los ojos en una
plegaria, otros se ponían una mano en el corazón, y otros simplemente lloraban
de alegría.
Nunca
fueron los militares a buscar al profesor Ahumada, nadie lo delató ni inventó
cosas terribles sobre él. Se salvó. Ese Dios, a veces mezquino y ausente, ciego
y sordo la mayoría de las veces, tuvo misericordia de él y lo salvó por haber
sido siempre una buena persona. En buenas cuentas, el profesor Ahumada no era
más que un radical de poca monta, un hombre más bueno que el pan, que cuando se
tomaba unos tragos se le soltaba la lengua y lanzaba unas bravatas de borracho
en contra de los milicos y los fachos de mierda. Solo eso. Pero ahora no
estaban los tiempos como para darse esos gustitos. Estaban bajo la bota de una
dictadura.
Más
adelante, cuándo la aterrada esposa y sus hijos comprendieron que ya no se
llevarían a su padre, debieron retirar la valija del altar de su congoja no sin
aprensiones, y recuperar desde su interior la ropa gruesa pasada a humedad, los
zapatos lustrados y con algo de moho en las puntas, los calzoncillos largos,
las fotos amarillas, el cepillo de dientes y la jabonera, los pinceles y los
tubos de óleo, el mate de loza y la bombilla; los fantasmas del horror debieron
salir despavoridos y por su cuenta desde el fondo. Después de vaciar el bolso
debieron llorar todos juntos, abrazados por la misma sangre y los mismos genes,
en una especie de rito de unidad y esperanza, de sagrada comunión, uniendo
dieciséis brazos como férreos e indestructibles eslabones, y debieron dar
gracias por tener a su esposo y padre vivo y junto a ellos; lo debieron hacer
con un poco de vergüenza y egoísmo, seguramente, sabiendo que muchos de los que
se fueron no volvieron jamás a la isla.
Y
así termina esta historia.
Como
ven, hay valijas que no regresan jamás al lugar de donde salieron (como las
mías), hay otras que regresan llenas de regalos, y hay otras que regresan
vacías y sin esperanzas. Pero también están estas otras, las que se quedan
preparadas en un rincón esperando el momento de emprender un viaje hacia la
libertad o hacia la muerte.
Si
lo piensan bien, todas las valijas tienen una historia que contar.
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